Compañeros de piso los hay de muchos tipos. Unos prefieren vivir en la anarquía; a otros, les gusta el orden. Unos tienen hábitos diurnos y otros, nocturnos. Unos son increíblemente sigilosos y otros tremendamente ruidosos. A unos les preocupa que el baño esté limpio; a otros, que no haya pelusas en el salón. Unos se olvidan de cerrar el gas; otros, lo temen y simplemente, no lo utilizan. Los hay que se acuestan temprano; y también, que se levantan de madrugada. Unos reciclan; otros, directamente no sacan la basura. Unos invaden la nevera con tuppers; otros, los abren y se comen los restos. Unos plantan lechugas; otros tienen fauna propia en su habitación. Unos queman cazos y otros secuestran cucharillas. Por poner algunos ejemplos.
Sea como fuere, la convivencia
con gente tan diferente es una experiencia muy enriquecedora. Nos ayuda a
conocernos mejor, a saber cuál es nuestro nivel de tolerancia y, en definitiva,
a descubrir si somos capaces de vivir en grupo o por el contrario, estamos
mejor solos. Cada uno tiene sus rarezas; eso, como dice mi abuelo, “es una
verdad que convence”. El éxito de la convivencia reside, a mi modo de ver, en amoldarse
a los demás, sin dejar de ser fiel a uno mismo. Entender que somos distintos y
que hay cosas de los otros que no podemos cambiar es un buen punto de partida.
Esa es mi humilde opinión tras
siete años conviviendo con personas con perfiles bien diferentes. Tan
diferentes que a veces parece imposible encajar en sus modos de vida. Pero ahí
es donde entra en juego la capacidad de adaptación. Pues los compañeros de piso son esos
“seres extraños”, a los que aunque en ocasiones deseamos perder de vista; recordaremos
con cariño, pues con ellos habremos compartido anécdotas miles. Y en un futuro,
nos sorprenderemos al descubrir que hemos adoptado hábitos ajenos como propios
e incluido en nuestro vocabulario expresiones que no nos pertenecían.
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