miércoles, 30 de abril de 2014

Buscando en el baúl de los recuerdos...

Hoy he leido un artículo sobre las residencias de estudiantes, que me ha traido a la mente gratos recuerdos. Eso, y que últimamente me siento nostálgica. Secar calcetines en radiadores, señalar con el paraguas o rememorar viejos tiempos son claras señales de que uno se hace mayor. Pues bien, cuando salimos de casa, para irnos a estudiar a otra ciudad, en la que lo más probable es que no conozcamos a nadie, una de las mejores opciones para no sentirnos solos es mudarnos a una residencia de estudiantes. Las hay de muchos tipos: públicas, privadas, de chicos, de chicas, religiosas, "paganas", etc. Pero todas tienen algo en común y es que en ellas, hay gente deseando hacer amigos. 

Una vez instalados en nuestras habitaciones (más o menos confortables), tienen lugar los primeros acercamientos, produciéndose en su mayoría en la sala de televisión, en el comedor o en las habitaciones donde están las neveras (siempre y cuando no estemos rabiosos porque alguien se ha llevado nuestra comida). Ciertas amistades nacen, por ejemplo, haciendo cola en el microondas para calentar el desayuno o durante el visionado de una serie o película (destacando la predilección estudiantil por el cine de autor y las sagas sangrientas). Y es que cualquier momento es bueno para entablar conversación; si no que se lo digan a las señoras de la limpieza, que, en ocasiones, en vez de limpiar, lo que hacen es mover el polvo de una habitación a otra mientras cotillean de lo lindo. Mención especial merecen las fiestas residenciales en el gimnasio (altamente deteriorado) o el salón de actos, donde lo mismo se organiza un karaoke, que se explica como usar un extintor.

Las residencias de estudiantes son también escuelas para la vida. En ellas, aprendemos a ducharnos en sitios extremadamente reducidos (algunas veces en agua fría), mientras batallamos con la cortinilla para que no se nos pegue en la espalda. Nos acostumbramos a los ruidos nocturnos, sea el muelle de la cama del vecino o la dichosa "pelotita" que tiene a bien lanzar contra la pared. Descubrimos lo rápido que se deterioran los alimentos en "ambientes infectos". Hacemos silumacros de incendios, aunque la mayoría del personal ignore el momento de la evacuación. Aprendemos también múltiples juegos de cartas, siendo tute, póquer y mus los preferidos (aunque algunos seamos más partidarios del "Tutifruti"). Conocemos los locales de moda de la mano de los residentes más veteranos y somos víctimas a su vez de sus novatadas (el emparedado de la puerta con papel de periódico ya es un clásico).

Si bien los momentos que en ellas vivimos, son únicos e inolvidables, todos las abandonamos llegado el momento. Y es que las residencias estudiantiles juegan un papel clave en el establecimiento de las personas en un nuevo lugar, actúando como puente entre la vida familiar y la edad adulta (cuando vivimos con otra gente pero en plena libertad). Ya no tenemos que timbrar para que el guardia de seguridad nos abra la puerta si llegamos tarde. Tampoco tenemos que pelearnos con los estores y las ventanas oscilo-batientes; ni dar los "buenos días" al conserje cuando la mayoría de las veces, no nos responde.

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