lunes, 12 de enero de 2015

Cuaderno de bitácora veterinaria

Son muchas las personas que coinciden en que, cuando acabamos los estudios, es cuando empezamos a "vivir realmente"; yo, puedo corroborarlo (al menos, así ha sido en mi caso). La universidad es dura, no vamos a engañarnos, pero lo que sí es cierto es que los objetivos nos vienen dados: estudiar y aprobar exámenes para al final, "licenciarnos". Una vez lo logramos, nos encontramos perdidos pues nos toca establecer objetivos propios, descubrir a qué queremos dedicarnos. Somos conscientes de que nada sabemos, de que lo único que tenemos es un título bajo el brazo; la puerta de entrada al verdadero aprendizaje y eso, es lo complicado. Aun así, satisfechos estamos por lo que hemos pasado.

El tiempo transcurre a otra velocidad mientras somos estudiantes, absorbidos como estamos por un maremágnum de clases, prácticas y exámenes. Nuestra vida gira en torno a los cuatrimestres, vacaciones de Navidad y recuperaciones varias; esa es nuestra rutina, el calendario. El resto del tiempo lo dedicamos a irnos de fiesta y a hacer amigos, las principales razones que hacen esos años inolvidables. Noches en vela (cafeína y sus derivados), hábitos alimenticios "mal sanos" (lo que importa es sobrevivir), descuido del aspecto personal (días en pijama sin peinarse) y problemas digestivos previos a los exámenes.

El primer año llegamos a la facultad eufóricos, "novatos", llenos de energía. Nos topamos con un montón de asignaturas; aunque a algunas no les encontramos mucha relación con la veterinaria. Sin embargo, aprendemos a contrastar hipótesis, hacemos aspirinas y calculamos la velocidad con la que un gato cae por una ventana. Nos estudiamos las mezclas pratenses, la "ley de la oferta y la demanda", las "mil y una" razas animales, los anélidos y las plantas. Aprendemos nociones de epidemiología, a pesar de que aún no conocemos las principales enfermedades. Pasamos horas en la sala de disección frente a un perro, nos acostumbramos al formol y memorizamos el recorrido del nervio vago. "Loqueamos" con las rutas metabólicas; el ciclo de Krebs y otros más complicados.
En el segundo curso, redescubrimos la célula y los tejidos, aprendemos a sembrar placas e intentamos procesar la fisiología de los seres vivos, desglosando por sistemas (que si no, no hay manera). Nos cruzamos con anticuerpos, parásitos, órganos y vísceras de grandes animales; nos percatamos igualmente de que la genética, va más allá de las leyes mendelianas.
El tercer año constituye un punto de inflexión, por fin entramos en materia. Nos enfundamos el mandil y nos ponemos manos a la obra en la sala de necropsia (con algún que otro desmayo de vez en cuando). Aprendemos la exploración clínica de los animales, empezamos a usar el fonendo, el martillo y el "coso" en el que se percute, que ni me acuerdo de como se llama. Pasamos horas y horas frente al ordenador formulando raciones, calculando la proteína digestible, transformando el "tal cual" en materia seca. No retenemos los nombres de los fármacos por mucho que insistamos; a veces, los ignoramos. Y lo más importante, descubrimos que las botellas de plástico se fabrican por el método de "inyección y soplado" (nunca olvidaré ese dato).
En cuarto, llegan las enfermedades contagiosas (como yo las llamo); etiología, patogenia, cuadro clínico, diagnóstico, tratamiento, de cientos de patologías en las diferentes especies animales. Lo hace llevadero el hecho de que nos dejen entrar al quirófano, suturar y vestirnos de cirujanos (como nos mola eso). Lidiamos con los pedigrees y las poblaciones, los distintos tipos de intoxicaciones y pasamos tiempo viendo radiografías hasta saber a qué corresponde cada término (radiodenso o radiolúcido, esto es, lo blanco y lo negro).
El quinto año, empezamos a notar el cansancio; nos preocupa poco el código deontológico, las dimensiones de los cubículos o la documentación de Policía Sanitaria. Nos sentimos realizados, en cambio, cuando somos capaces de ir diagnosticando; cuando, en prácticas de obstetricia, tocamos un ovario o "inseminamos". Acabamos tirándonos de los pelos con los microorganismos alimentarios, nos "rallamos" con los nombres de los pescados y mariscos que tenemos en el plato (mucho peor cuando vamos al supermercado) y maldecimos hasta el cansancio el dichoso "paquete de higiene"; que a muchos, pasado el tiempo, aun les sigue atormentando. Yo, gracias a dios, lo he olvidado.

El camino es arduo; ganamos dioptrías, perdemos neuronas (a veces quilos), lloramos y en algunas ocasiones, hasta deseamos "tirar la toalla". Me atrevería a decir que la carga que soportamos durante esos años es aún más pesada que la de Frodo de La Comarca (el ansiado diploma firmado por el rey es nuestro Monte del Destino). Por momentos nos invade la nostalgia, deseamos retornar a aquella época en la que nuestro futuro era más fácil, pues estaba pautado. Sin embargo, si lo pensamos dos veces, nos damos cuenta de que por nada del mundo, lo repetiríamos. Sea porque los años pasan y nuestras capacidades no son como antaño o porque por fin, somos libres para buscar nuestro camino. Consejos de veteranos, búsqueda de oportunidades y una tarea de introspección en la que durante varios años seguimos trabajando.

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