lunes, 7 de julio de 2014

Ser o no ser profesor

Los seres humanos aprendemos por imitación, eso lo sabemos. No somos más que simios evolucionados. En nuestras casas, copiamos a nuestros padres. Y en el colegio, a nuestros profesores. Esas personas que amamos u odiamos, que nos estimulan intelectualmente o nos hacen la vida imposible. Personas que, de una u otra forma, dejan una huella imborrable en nuestras vidas. A los que deseamos encontrarnos pasado el tiempo o jamás volver a ver. Eso depende, del profesor y del alumno. Y de la fase de vida académica en la que nos encontramos.

Los profesores del colegio nos marcan para siempre. Nos inician en la vida estudiantil (tierna infancia). Los respetamos. Los llamamos don y doña tal. Nos conocen y nos llaman por el nombre. Nos limpian los mocos. Nos acompañan al baño. Nos abrochan el mandilón. Nos castigan mirando a la pared cuando nos portamos mal. Nos sacan a la pizarra. Nos acompañan cuando nos ponen la inyección del sarampión. Juegan con nosotros en el recreo. Son generalistas; imparten todo tipo de materias, desde educación física a "coñecemento do medio". Cuando el profe de música es el mismo que el de inglés. Y tanto nos enseña a tocar la flauta como el abecedario anglosajón a ritmo de canción (A, B, C, D E, F, G... sing the alphabet with me).

Los profesores del instituto nos preparan para la vida. Nos aguantan en la edad del pavo. Algunos no son tratados con el respeto que merecen. Los llamamos por el nombre. Los admiramos y en ocasiones, tememos. Nos preguntan por nuestros problemas. Nos felicitan por nuestros logros. Nos castigan echándonos del aula. O nos mandan al despacho del jefe de estudios. Nos sacan a la palestra a decir la lección. Nos llevan al médico cuando nos encontramos mal y también de excursión. Se olvidan de nosotros en los recreos; emocionados como estamos por poder salir del recinto. Son especialistas, desde filosofía a economía, pasando por griego y latín; ciencias puras, de la salud, sociales o humanidades; según itinerarios. Y, para terminar por todo lo alto, la selectividad.

Los profesores de universidad nos abren las puertas al mundo laboral (o al menos, eso pretenden). Nos reciben como adultos, presuntamente hablando. Algunos son ignorados y otros laureados. Algunas veces no nos conocen; otras, más de lo que pensamos. Normalmente, los llamamos de usted. Los tratamos manteniendo las distancias; más cercanos, en la revisión. Nos lanzan preguntas que casi nunca sabemos o no nos atrevemos a responder. No nos castigan; simplemente, nos suspenden o nos premian con matrículas de honor. Nos proponen becas de colaboración. Son expertos; docencia e investigación, tareas que algunos cumplen de forma satisfactoria y otros, no. Cerrar actas y, si acaso, reclamación.

Enseñar es, en mi opinión, uno de los trabajos menos valorados que existen, pudiendo ser de los más gratificantes si se hace bien. Un buen profesor es, en mi opinión, aquel que contagia su entusiasmo por lo que enseña, que explica y exige a partes iguales, que hace exámenes para aprobar (y no para suspender) y que se alegra de que el alumno lo logre. Pues el triunfo del alumno ha de ser el triunfo del profesor; lo mismo para el fracaso, excluyéndose de tal afirmación vagos, jetas y demás caraduras (de todo hay en la viña del Señor). En cualquier caso, a mi modo de ver, "profesor se nace y no se hace". Lo que algunos llaman don.

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